DÍA DEL LIBRO. Un abril para Gabriel García Márquez.


                                    


DÍA  DEL  LIBRO

23 DE ABRIL




“La poesía no quiere adeptos, quiere amantes".

 “Lee y conducirás, no leas y serás conducido".
 Santa Teresa de Jesús.

“La pluma es la lengua del alma".


“Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres". Heinrich Heine. 
 “La lectura nos regala mucha compañía, libertad para ser de otra manera y ser más”.
 Pedro Laín Entralgo.
“Algunos libros son probados, otros devorados, poquísimos masticados y digeridos”.
 Sir Francis Bacon.
 “Ante ciertos libros, uno se pregunta: ¿quién los leerá? Y ante ciertas personas 
uno se pregunta: ¿qué leerán? Y al fin, libros y personas se encuentran".
 “Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”.






Hay escritores que nunca mueren: viven en cada lector que da nueva vida a sus palabras. LEE. VIVE. APRENDE. LEE.


GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ




Gabriel José de la Concordia García Márquez nació en Arataca, Colombia, el 6 de marzo de 1927. Encontró un nuevo camino para la literatura; creó, como dijo Vargas LLosa, la novela total. Construyó un mundo  que no tiene fin, una realidad mágica que muestra al fin la realidad verdadera, un horizonte que espera a cada nuevo lector para mostrarle la realidad sin límites de la auténtica literatura. Quien quiera creer, que lea.


La increíble y triste historia
de la Cándida Eréndira
y su abuela desalmada


         Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia. La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas.
         La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tenía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela con un agua en la que había hervido plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metálicos y sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.
         —Anoche soñé que estaba esperando una carta —dijo la abuela.
         Eréndira, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó:
         —¿Qué día era en el sueño?
         —Jueves.
         —Entonces era una carta con malas noticias —dijo Eréndira— pero no llegará nunca.

[...]
 Se disponía a volver a la tienda cuando vio a Ulises de cuerpo entero, solo, en el espacio vacío y oscuro donde antes estuvo la fila de hombres. Tenía un aura irreal y parecía visible en la penumbra por el fulgor propio de su belleza.
         —Y tú —le dijo la abuela—, ¿dónde dejaste las alas?
         —El que las tenía era mi abuelo —contestó Ulises con su naturalidad—, pero nadie lo cree.
         La abuela volvió a examinarlo con una atención hechizada. “Pues yo sí lo creo”, dijo. “Tráelas puestas mañana”. Entró en la tienda y dejó a Ulises ardiendo en su sitio.

[...]
  Eréndira no lo había oído. Iba corriendo contra el viento, más veloz que un venado, y ninguna voz de este mundo la podía detener. Pasó corriendo sin volver la cabeza por el vapor ardiente de los charcos de salitre, por los cráteres de talco, por el sopor de los palafitos, hasta que se acabaron las ciencias naturales del mar y empezó el desierto, pero todavía siguió corriendo con el chaleco de oro más allá de los vientos áridos y los atardeceres de nunca acabar, y jamás se volvió a tener la menor noticia de ella ni se encontró el vestigio más ínfimo de su desgracia.


CIEN AÑOS DE SOLEDAD.

   Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. "Las cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima." José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. [...]


(Fragmentos de las obras en http://www.literatura.us/garciamarquez/erendira.html)


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